Frente al derrumbe del régimen totalitario cubano y el derrumbe de la economía argentina, a la dictadura de Miguel Ruiz-Canel y al (des)gobierno de Alberto Fernández, de Cuba y Argentina respectivamente, no se les ha ocurrido nada mejor que extender absurdas cortinas de humo, en espera que los desfavorables vientos pasen. Aunque entre la situación crítica de ambos países existen múltiples y variadas diferencias, en algo coinciden: ambos utilizan discursos supuestamente de izquierda, como coartada para encubrir sus prácticas políticas corruptas y antidemocráticas. En esta ocasión nos referiremos a la Argentina, conducida por Fernández y el kirchnerismo hacia una situación verdaderamente desastrosa.
La crisis económica, financiera, comercial y social argentina, que es enfrentada sin acuerdo nacional interno, tiende a profundizarse con la calificación de standalone[1], que la consultora financiera global, con sede en Nueva York, Morgan Stanley Capital Index (MSCI) ha dado a conocer el pasado 25 de junio. Aunque la magnitud de la crisis demanda un esfuerzo nacional, Argentina -al igual que el resto de los países latinoamericanos- no tiene la tradición de establecer acuerdos nacionales. Su política económica cambia con cada cambio de gobierno y fluctúa de extremo a extremo: proteccionismo férreo una veces y otras, salvaje desregulación del mercado, por lo que no puede hablarse de políticas económicas de Estado, con visión estratégica, que sobrevivan a los cambios de gobierno. El gobierno de Fernández tampoco tiene interés alguno en tales políticas, con lo que la ruta argentina hacia el desastre se encuentra garantizada.
La calificación de standalone es el reconocimiento de la falta de voluntad que la Argentina ha mostrado para el pago de su deuda externa y el mejoramiento de su relación con el mercado financiero internacional. Supone, por ello, la consideración como país de riesgo para las inversiones y es en la región, después de Venezuela, el país que menos confianza genera entre los inversionistas extranjeros. Desde el punto de vista macroeconómico, se trata del riesgo que la hiperinflación y la imparable devaluación de la moneda argentina generan. También supone un riesgo financiero, es decir, un riesgo para la banca local en el acompañamiento a las inversiones y a las empresas a crearse. Por último, se trata del riesgo comercial, debido a la falta de libertad para el acceso al dólar, en una economía que se encuentra plenamente dolarizada. Para los inversionistas, el riesgo mayor viene dado por la abundancia de controles impuestas por el gobierno, lo que, en definitiva, repercute en la baja de la tasa de retorno del capital a invertirse. Se tiene control a las exportaciones (y entre ellos, a uno de sus principales productos de exportación como es la carne), control de divisas, etc.
Con la declaratoria de standalone Argentina ha caído, de la calificación de país emergente, en la que se hallaba desde el 2019 (y al que había logrado llegar después de encontrarse en una calificación inmediatamente inferior, denominada país de frontera -del cual formaba parte desde el 2009 al 2018), al sótano del sótano. Este descenso refleja la decadencia económica argentina, como resultado de un proceso que ha comenzado, al menos, desde hace tres décadas. Durante ese período, las medidas asumidas por los gobiernos, en buenas cuentas, han evadido afrontar el problema. Ello, junto a la modificación de las políticas económicas con cada cambio de gobierno, ha contribuido a la pérdida de reputación internacional, a la par que la crisis económica se tornaba en un fenómeno crónico. Es decir, su economía sufría frecuentes declinaciones relativas, ocasionando incertidumbre y desconfianza.
La perspectiva del desastre, en este caso, viene pues de lejos y se expresa, en los tiempos que corren, en preocupantes indicadores económicos y sociales. Durante la última década, en la práctica no hubo creación de empleos, salvo la ampliación del empleo por parte del Estado, en todos sus niveles: gobierno central, gobernaciones de provincia y gobiernos municipales. Pero incluso con ellos no se ha podido evitar la pérdida de la calidad del empleo y el deterioro del salario real. Algunos observadores de la economía argentina consideran que tres de cada diez trabajadores son pobres. La empleomanía estatal, sin embargo, sirvió para incrementar el déficit fiscal.
Así, no es de extrañar que en los últimos años la pobreza hubiera subido del 40% al 44%, que el 16% de niños y jóvenes hasta 17 años vivan en la indigencia, que el 30% de los trabajadores se empleen en “la oscuridad” (es decir, en la informalidad), sin ningún tipo de seguro. La inseguridad ciudadana y la deserción escolar completan los motivos para el quiebre de la salud emocional de la sociedad argentina. La crisis económica ha generado una movilidad social descendente, por lo que en la actualidad los indicadores sociales se muestran peor que en el 2001, cuando estallaron protestas sociales de alcance nacional.
Hoy no surgen protestas sociales de esa dimensión, entre otras razones porque la mafia sindical argentina ocupa importantes espacios de poder en el gobierno de Alberto Fernández. Otra explicación se encuentra en la proliferación de planes de asistencia social impulsados por el gobierno. Estos planos, sin embargo, no son sino mecanismos de creación, fomento y mantención del clientelismo político y de compra de lealtades partidarias. Aunque deberían servir para contener los bajos indicadores sociales, tienen el inocultable efecto perverso de anular la cultura del trabajo.
El gobierno argentino, por su parte, responde a la situación incrementando los controles económicos y restringiendo las posibilidades para el comercio internacional. Tal irracionalidad no puede entenderse, a no ser por el cálculo electoral, con miras a las elecciones de noviembre próximo. Pero esas iniciativas ahuyentaron a casi una decena de líneas áreas internacionales: Latam, Qatar Airways, Air New Zeland, Norwegain, Emirates, Ethiopian Airlines, Alitalia, Gol y Air Canadá dejaron de operar en la Argentina. A ello se suma el abandono de empresas transnacionales como Folabella, Brighston, Walmart, Acciona, Axalta, Uber Eats, Glovo, Nike, Basf, Honda, Saint Gabain entre otros.
Este masivo abandono deja tras sí, claro, el incremento del desempleo. De hecho, se ha provocado la pérdida, por lo menos, de 10 mil empleos directos y esa nueva masa de desocupados no ha sido absorbida por el mercado laboral. La empleomanía del Estado se encuentra saturada y además ya genera un gasto público explosivo. De entre las empresas que aún logran mantenerse en pie, el 85% cuenta con menos de diez empleados, es decir, no son sino micro-empresas, insuficientes como para relanzar la economía argentina, contener la imparable subida del dólar (en un país en el que la unidad de cuenta no es su moneda nacional) y la subida del costo de vida. Por ello se vislumbra para este 2021, en el mejor de los casos, un crecimiento económico de cero, sino negativo.
La primera conclusión general que surge es la falta de una estrategia económica nacional para enfrentar la crisis. Como adelantáramos líneas arriba, en Argentina, al igual que en el resto de Latinoamérica, no existe la tradición de acuerdos nacionales (desde otro punto de vista diríamos que estas son sociedades poco dialogales y sin inclinaciones favorables a los consensos), para la formulación de políticas estatales. Hoy Argentina es un barco a la deriva y el aumento de riesgo país le lleva, poco a poco, a desaparecer de la economía mundial. Mientras tanto, oficialismo y oposición política, cual adolescentes bravucones, se responsabilizan mutuamente. Los primeros les recuerdan a los segundos que en el gobierno de Mauricio Macri la pobreza trepó del 26% al 35%, que la inflación llegó al 54%, que se contrajo el empleo industrial en un 11% y que el país adquirió una deuda de 50 mil millones de dólares con el Fondo Monetario Internacional.
No es de extrañar que ésta generalizada irresponsabilidad haga caer los índices de confianza de la población argentina, en su clase política. Mucho más cuando en esta última la única regla de juego aceptada por todos es el atrincheramiento partidario e ideológico. La población, a su vez, pierde la confianza en el futuro que el país le ofrece y lentamente comienza el éxodo, no solamente empresarial sino también de la población calificada, particularmente entre los estamentos jóvenes.
Es probable que la declinación argentina pueda tener algún momento de recuperación coyuntural, pero ante la ausencia de pactos estratégicos, nacionales, la tendencia histórica del declive será, al parecer, la nota dominante. Con todo, en el fondo, Argentina ejemplifica las consecuencias mayores del fracaso de la construcción nacional. Este fracaso, con más o menos diferencias, es común a los países latinoamericanos pero en el caso argentino es ilustrativo de lo rápido que, sin un espíritu nacional, sin una voluntad general construida, puede pasarse de potencia regional a territorio de desastre. A su turno, Venezuela ya nos mostró la rapidez con la que este sorprendente cambio algunas veces ocurre.
[1] Literalmente se entendería como “estar solo”, es decir, abandonado, en el ámbito de los mercados internacionales, para el caso. Argentina tiene el nada envidiable honor de compartir esa calificación con Trinidad y Tobago, Bosnia-Herzegovinia, Zimbawe, Boswana, Líbano, Palestina, entre otros.
Omar Qamasa Guzmán Boutier es escritor y sociólogo