Y el MAS va rumbo a su ineluctable final. No por obra de una oposición tenaz y perseverante, ni porque exista un complot internacional –hasta interplanetario– para sellar su descalabro. Simplemente, debido a que esa es la lógica de los acontecimientos políticos. No será la primera vez que un nuevo ciclo termine y otro se esboce, con la seña de la hecatombe de su partido hegemónico… y a veces también de su oposición política.
El reciente congreso del MAS fue momento culminante en esa tragicomedia. Publicitada rimbombantemente, solo materializó la concepción que tienen los actuales dirigentes de ese movimiento sobre los valores y mecanismos de la democracia: controles para policiales, cercos de seguridad, secretismo, amenazas y agresiones –especialmente a periodistas– y alardes de eficiencia de sus “servicios de inteligencia”: todo para apresurar el cierre de ese congreso pretextando factores climáticos, cuando en realidad se trataba de madrugar una decisión de la Justicia ordenando la postergación de ese congreso. Aterrador catálogo de lo que esperaría a la sociedad boliviana, en el hipotético caso de que Evo volviese nuevamente a ser presidente del país.
El crepúsculo del MAS va acompañado de la ruina de varios de sus componentes. En primer lugar, de su jefe icónico, Evo Morales. Todos los sondajes publicados recientemente señalan a su antagonista interno, el actual presidente Luis Arce, como preferido por la población. Estaría por encima de Evo, incluso si en las próximas elecciones candidateara por otra formación política y ya no por el MAS. Es también la ruina de toda la casta criolla que se empoderó recientemente del país aprovechando la inopia del líder cocalero. Esa casta no participa ni se pelea en los congresos, tampoco en las calles –eso está reservado a los indios y sectores populares–, pero son quienes, luego, asumen los altos mandos de decisión y conducción político administrativa en el país. Patético espectáculo brinda en ese panorama el ex vicepresidente de Bolivia, Álvaro Gracia Linera: no para de gimotear para que su ex jefe vuelva a prestar oídos a sus dictámenes. No puede con su soledad, pues no encuentra otro indio que le complazca siendo solo el polichinela del poder.
Es también constancia del fracaso de una ideología sobre el país y sobre sus habitantes. Adiós pachamamismos, plurinacionalidades, sumas qamañas y otras linduras. Se van por los desagües de la historia, sin demasiado ruido, pero dejando tras sí apestosa trascendencia.
Lo que viene está plagado de incertidumbre. Algunos estertores suelen ser calamitosos y desastrosos, sobre todo para los demás. Planteo, sin embargo, algunas certitudes en ese ambiente: hay asuntos estructurales por resolver en Bolivia; fundamentalmente construir Nación y establecer Estado. En ese proceso el protagonismo popular e indígena es cada vez más intenso. Pero ese protagonismo no se expresa –cuando se trata de empoderamiento político– en la similitud somática, sino en la empatía política. Y ese protagonismo popular e indígena señala un horizonte: una modernidad armoniosa con su historia y con el futuro común.
El autor es historiador y analista político