ERICK R. TORRICO VILLANUEVA
Que una de las mayores etapas de desmoralización del país se esté viviendo durante el gobierno de un señor apellidado Morales es, sin duda, una cruel ironía de la historia nacional.
De una parte, la población se siente desengañada porque las promesas iniciales de cambio político, las de hace ya 14 años, fueron abandonadas por completo si no traicionadas y el nuevo grupo en el poder acabó oportunamente confundido con prácticas, intereses y negocios de los viejos dominadores. Lo que se anunciaba como un proyecto transformador resultó, al final, una réplica –perfeccionada, además– del pasado que se suponía debía ser superado.
La instrumentalización de los sectores sociales tradicionalmente sometidos, la violación de las normas empezando por la Constitución, el desmontaje de la institucionalidad democrática o el desconocimiento de todo principio son parte de los hechos que terminaron con la ilusión de una Bolivia distinta.
Dos momentos culminantes de este desastre están representados, primero, por la usurpación de la voluntad popular que “legalizó” el pro-gubernamental Tribunal Constitucional el 28 de noviembre de 2017 al desconocer la victoria del No a la requeté-re-elección en el referendo del 21 de febrero de 2016, y luego por la derrota nacional en la Corte Internacional de Justicia cuyo fallo del 1 de octubre de 2018 liberó a Chile de cualquier obligación de negociar una salida marítima soberana para Bolivia.
La demagogia del discurso oficial es tan inconsciente que, contra todos los datos de la realidad, declara en el primer caso haber afianzado la democracia y en el otro llega al absurdo de exigirle a su similar de Santiago que cumpla la determinación de La Haya.
Con ese tipo de comportamientos, a lo largo de cerca de una década y media, los que gobiernan se han ocupado de bajar la moral colectiva hasta casi hundirla en el desánimo y el derrotismo para pretender llevarla, ahora, a la fórmula de un supuesto y único “futuro seguro” que simplemente consistiría en tener más de lo mismo y con los mismos haciendo –como hasta el momento– lo que les venga en gana.
Pero el proceso de desmoralización no se reduce a ese abatimiento sostenido del ánimo social sobre el que se busca imponer la “necesidad” de un despotismo sin ilustración ni lustre, sino que tiene otra faceta igual de lacerante.
Así, de otra parte, lo que también caracteriza este lapso de la vida política boliviana es la rutinización de la corrupción, que se retrata muy bien en la máxima presidencial de “métanle nomás” que después los abogados van a arreglarlo porque para eso estudiaron, situación que está trastrocando gravemente los valores ciudadanos.
Se trata, en este caso, de la pérdida de la moral, hecho que está dejando de ser visto como censurable y sancionable e inclusive resulta celebrado y aun premiado (basta ver cómo ciertos funcionarios “rotan” de un puesto a otro o a los que son convertidos en “diplomáticos”).
No se había llegado antes a los extremos que hoy debe observar azorada la población, pues las prácticas de violencia machista, el desfalco, el abuso de autoridad, la mentira oficial, las prebendas o aun la participación en ilícitos como el contrabando o el narcotráfico están convirtiéndose en “instituciones” en una etapa que ya puede reconocerse como una de agonía de la moralidad pública.
Por ello, frente a este por demás deprimente panorama y en ocasión de recordarse el 37 aniversario de la reconstitución democrática este 10 de octubre, las votaciones del domingo 20 de este mismo mes tienen que marcar el paso de la actual doble desmoralización a la Bolivia des-Moralizada, el futuro que sí hace falta.
Erick R. Torrico Villanueva es especialista en Comunicación y análisis político
Twitter: @etorricov