Hace dos semanas publiqué la primera parte de esta columna. Llamé a la pandemia del COVID-19 “absurda” porque era todo lo contrario que el país esperaba: tras tres años de intentos gubernamentales para saltarse la Constitución y, de colofón, un fraude que nos hizo bordear una guerra civil —uno de cuyos epicentros, El Alto, tras poco más de un año le daría la espalda masivamente al partido del que entonces se abanderaba—, se preveía la estabilidad tras nuevas elecciones democráticas pero, como en todo el mundo, caímos de bruces en el desorden y la incertidumbre mayúsculos de la pandemia.
Casi 15 meses después de su inicio en Bolivia, estamos en la Tercera Ola. Mejor pertrechados sanitariamente sin dudas por los dos gobiernos que han navegado la pandemia —inversiones en instalaciones, técnica y contrataciones de personal tras la herencia paupérrima precedente— a pesar de una economía en rápido declive desde 2015 cuando acabaron los precios extraordinarios de nuestras materias primas de exportación que alimentaron el mito de un presunto “milagro económico” que le diera la victoria en 2020 a su pretendido gurú —claro que sin demeritar la “ayuda” del desaguisado de los demás partidos en competencia.
Recalando en la pandemia, noviembre 2020 coincide con el fin de la Primera Ola. En ese momento, sin la urgencia incierta del inicio y con la legitimidad de su victoria en las urnas, el nuevo gobierno cambió la estrategia sanitaria anterior de detención —alargar la curva para evitar el colapso sanitario— por la de detección temprana —pruebas— y prevención —vacunas— pero se sustentó en dos axiomas: ideología —el antimperialismo del socialismo 21— y revancha —“todo lo malo era culpa de los de la transición”. Veremos los resultados de la nueva estrategia, acertada para ese momento de declive de la pandemia.
A grosso modo, la Primera Ola duró de mediados de marzo a fines de agosto 2020 con algunas subidas hasta mediados de septiembre: siete meses; su pico de 2.036 nuevos contagios fue el 18/7 y el de fallecidos (102) el 2/9. La Segunda Ola transcurrió desde finales de diciembre 2020 a fines de febrero 2021: dos meses y el 27/1 tuvo su pico de 2.866 nuevos contagios, mientras que el de decesos (74) fue el 2/2. Esta Tercera Ola —anunciada y “desanunciada” hasta su inevitabilidad— tuvo un corto conato de inicio al abrir marzo pero ya el 30 de ese mes las cifras la daban iniciada; su pico —hasta ahora— de nuevos detectados (3.005) fue el viernes pasado y el de fallecidos —también hasta ahora— el jueves: 87; estamos en su segundo mes pero el Institute for Health Metrics and Evaluation de la Universidad de Washington (Seattle) —autoridad para la OMS— nos augura el pico de nuevos casos a inicios de junio con declive a fines de julio; el de decesos lo ubica a finales de junio. (Me abstengo de mencionar sus cifras pronosticadas.)
Las vacunas —que retomaré en la próxima tercera columna sobre el tema— son parte de la consecuencia de la ideologización del tema. Mientras se atacaba al imperialismo, el amigo al que se apostó principalmente —Rusia— incumplió ampliamente el cronograma y los volúmenes de provisión y las llegadas han sido las vacunas Sinopharm y parte de COVAX —demorado por la India—, provocando un ritmo fluctuante de vacunación. Hasta este domingo pasado, en 115 días de vacunación se habían inoculado 1.376.494 dosis: 1.076.034 primeras y 300.370 segundas, quedando 775.754 esperando la segunda dosis, aun cubierta por las 1.268.936 restantes de las ya llegadas, pero pendientes aún 11.690.148 dosis por llegar.
Muchas pruebas —detección— y muchas inoculaciones —prevención— son la estrategia contra la pandemia. A menos pruebas, menos casos detectados; a menos vacunados, más potenciales contagiados. Gravísimo en un país carente de concienciación de bioseguridad.
José Rafael Vilar es analista y consultor político
Twitter: @jrvilar