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Opinión

La quimera de los jueces constitucionales

13 de Julio, 2024
GONZALO MENDIETA
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En enero de 2001, el Tribunal Constitucional cerró la puerta a una asamblea constituyente, porque no estaba prevista en la Constitución. Era cierto, pero de paso complacía a los barones de la política. Poco después, la constituyente fue incluida en la anterior Constitución por una reforma adoptada por la presión popular.

En abril de 2005, en plena controversia por la renta petrolera, el Tribunal Constitucional sacó un comunicado: se subió a la ola y declaró que el Legislativo debía aprobar los contratos petroleros. Era verdad y, de nuevo, satisfacía a los poderes nacientes. Por primera vez un comunicado remplazaba a los fallos, si había urgencia.

En 2017, el intérprete de la Constitución no supo leer las normas sobre la reelección como cualquier profano. Tampoco recordó el referendo de 2016. Era más seguro congraciarse con el príncipe.

El referendo de 2016 fue desacatado, pero en noviembre de 2019 se armó un plebiscito callejero del reverendo carajo. Evocando el 2005, el Tribunal dio en un comunicado su pláceme a Jeanine Añez como presidenta. La oportunidad coincidía con la calle, otra vez. Cuando los aires cambiaron, el presidente del Tribunal Constitucional dijo que ese comunicado carecía de “relevancia jurídica”, y no mentía. De paso, el Tribunal se acomodaba.

En diciembre de 2023, una sala del Tribunal discurrió contra la reelección por más de dos periodos continuos, aunque el fallo se refiera a otro tema y no mencione a Evo. El derecho humano a la reelección fue archivado. La nueva teoría cayó bien en la Casa Grande del Pueblo, pero la candidatura de Evo igual dependerá de la correlación de fuerzas, no de la sentencia.

Darle supremo poder de árbitro constitucional al Tribunal ha funcionado raramente aquí. Por ejemplo, con mejores jueces, cuando en 2002 restituyó al diputado Evo Morales, después de su expulsión. Pero esas decisiones contra la corriente política predominante fueron escasas. En general, en los “casos difíciles”, el Tribunal Constitucional responde a cómo sopla la política. De estas cuestiones tocaría hablar en una reforma constitucional basada en nuestra experiencia, no en la ajena.

Digo eso porque acaba de publicarse Para entender el neoconstitucionalismo de Erick San Miguel Rodríguez. Este libro reseña el trayecto de esa escuela, que llegó a Bolivia con las reformas de 1994 y la implantación del Tribunal Constitucional. El neoconstitucionalismo terminó de enraizarse en la Constitución de 2009, haciendo casi imposible cambiarla. Fue el desembarco de un producto enlatado, dice San Miguel, con raíz en ciertas constituciones europeas de la postguerra. Ese embutido ha creado una comunidad internacional de intérpretes constitucionales, en un lento proceso de homogeneización.

Para el neoconstitucionalismo, la constitución es un texto normativo más que político. Tiene como eje los principios y los derechos, no la limitación del poder. El positivismo imagina al juez como un mero mecanismo de aplicación de la ley. En cambio, el neoconstitucionalismo habilita el activismo judicial, la interpretación constitucional flexible y retórica (la “ponderación”), y la mezcla del derecho y la moral. El magistrado constitucional puede así mutar la propia constitución, en desmedro de la certeza jurídica. El gobierno a través de los jueces está ahí, a un tris.

Desde la izquierda, San Miguel critica esta escuela porque, a la vez que se formó contra el totalitarismo europeo, ataja el cambio revolucionario o le da placebos. Siguiendo a Carl Schmitt, el autor siente saudades por el poder constituyente creador. Ese que funda una república, no la conserva, parafraseando a Robespierre. “La soberanía o lo puede todo, o es nada”, cita feliz San Miguel a Rousseau.

Y aunque yo no comparta la militancia combativa del autor ni su aprecio por los jacobinos, su libro desentraña con estilete la ruta y las nociones del neoconstitucionalismo, y cómo nos comimos otra vez unas sardinas en lata dentro de las reformas de 1994 y la Constitución de 2009. No solo es que los magistrados intuyen bien a dónde bate el viento. Es que el diseño constitucional ha confiado del todo en ellos.

El autor es abogado