Critiqué en su tiempo el actual modo de elección de magistrados. Este fue inspirado en las tesis soberanistas (“que el pueblo elija”) de unos profesores españoles. A ellos se les encargó poner orden en el caos constituyente, pues, no había quién redactase un texto constitucional que reuniera la discusión de las comisiones. Flaco favor fue entregar el alma constituyente a unos consultores itinerantes.
En ese momento, personalidades hoy contrarias al procedimiento de elección judicial y que piden su reforma, abogaron por el mecanismo o callaron ante su aprobación, para viabilizar entera la Constitución propuesta por el MAS. Pocos de aquellos han expresado su mea culpa por meter o ayudar a meter al país en este enredo.
Pero a estas alturas ni el MAS apoya ya la elección judicial. Para todos es un procedimiento huérfano, y ya no están los profesores españoles para pedirles cuentas. Sin embargo, aunque ya nadie las respalda, las elecciones judiciales son el engendro con el que nuestra comunidad política está forzada a vivir. Esto, a falta de una reforma constitucional cuya posibilidad no se ve por ningún lado. Quedó corta, por ejemplo, la iniciativa de los Juristas Independientes, por falta de firmas.
Las elecciones judiciales atraen susceptibilidades. Los evistas, preocupados porque su postergación alargue el mandato de los actuales magistrados. Y porque, como insinuó el ministro de Justicia, los mismos magistrados resuelvan una eventual prohibición a Evo de postularse de nuevo, en una lectura restringida del Art. 168 de la Constitución sobre la legalidad de la reelección discontinua. Los opositores, por su parte, preocupados porque en el MAS sanen ocasionalmente sus divergencias y alcancen los 2/3 de votos presentes, como en la elección del Defensor del Pueblo, para contar nuevamente con magistrados de esos que aprueban la reelección como derecho humano o hacen cosas peores.
El dilema inmediato, empero, no es si se está a favor o en contra de las elecciones judiciales, sino qué puede pasar ante la omisión del legislador de aprobar una ley que las viabilice. El riesgo es que la inconstitucionalidad por omisión, el amparo u otro procedimiento que elijan llegue a los tribunales, una vez que ya se prevea que el legislador no cumplirá con su atribución. En ese caso, estaríamos dejando que los actuales magistrados tengan la última palabra sobre la inacción del Legislativo. De ahí a que salgan sentencias constitucionales interpretativas que, por ejemplo, prorroguen a los actuales magistrados, hay solo un paso. La pregunta política es ¿a quién beneficiaría ese estado de cosas?
El dilema entonces no es si apoyar unas elecciones judiciales bajo un método repudiado, sino qué puertas del poder se abren si el Legislativo omite actuar. Es por eso que el proyecto de ley del Senado, aprobado la pasada semana, es un mal menor, en la medida en que impide, por de pronto, la opción de que el Órgano Judicial valide las acciones constitucionales por omisión que le permitan decidir qué hacer en ausencia de elecciones judiciales. Su argumento sería que el Estado no puede omitir el deber de administrar justicia en materias de la mayor importancia. Es ese el riesgo que el proyecto de ley del Senado mitiga.
Las bancadas opositoras deberían, por su parte, explicar si, además, este proyecto de ley reduce las chances de que se filtren o promuevan candidatos con discrecionalidad oficialista, como sí ocurrió en la elección del Defensor del Pueblo. Si así fuera, es preferible una elección judicial nueva que unos magistrados prorrogados por obra y gracia de sí mismos, y de las influencias que puedan comprometer. Si, por el contrario, el riesgo de la discrecionalidad oficialista subsiste, nos toca una disyuntiva perversa: quedarnos con estos magistrados o elegir nuevos que puedan llegar a ser iguales. Con todo, en una mirada posibilista, es preferible este último escenario. Mucho riesgo es jugar con magistrados a los que solo les quede prometer favores para permanecer en sus cargos.
El autor es abogado