FRANCESCO ZARATTI
Leonardo Da Vinci (1452-1519) no tuvo una vida fácil por las circunstancias históricas de su existencia, pero también por su carácter. Hijo ilegítimo, criado lejos de su madre, formado en las artes por un maestro de primera como era Andrea Verrocchio, sobresalió precozmente por su talento en la pintura y en el dibujo. A sus 24 años, sufrió la cárcel corriendo el serio riesgo de ser ajusticiado debido a una denuncia infame que finalmente se reveló falsa. Felizmente no había, en aquel entonces, comisiones políticas para “investigar”, menos fiscales y jueces como los nuestros.
Soltero empedernido, Leonardo vivió y trabajó casi en solitario, deambulando por media Italia hasta recalar en Francia, donde falleció a los 67 años de edad, rodeado sólo de dos alumnos. Sirvió a varios nobles de diferente talla moral, incluso en las guerras, pero no pudo con la crueldad de César Borja, el inspirador del Príncipe de Maquiavelo, y dijo NO. Corría el año 1502, tal vez un 21 de febrero.
La paranoia de Leonardo, por miedo a que algún colega le robase sus ideas, se revela en la estrambótica escritura de sus cuadernos. Su perfeccionismo, típico de un obsesivo compulsivo, hizo que muchas obras suyas quedaran inconclusas o sufrieran retrasos exagerados. ¿Le faltó voluntad para acabar sus obras o le sobró inseguridad?
¿Cómo definir ese genio polifacético que fue Leonardo, un humanista a caballo entre el Medioevo que se resistía a morir y el Renacimiento en plena florescencia?
La mayoría lo recuerda por sus pinturas universales (la enigmática Mona Lisa, la precaria Última Cena, la elegante Dama del armiño, el impactante San Jerónimo); o como un fallido escultor (la estatua ecuestre de Francesco Sforza, cuyo imponente modelo en creta y 12 años de trabajo terminaron destruidos); o como arquitecto, geómetra y dibujante de mapas aéreos. Se lo recuerda hasta como físico, por sus aportes a la mecánica y a la hidrodinámica; incluso como cuidadoso anatomista, desafiando la ley para describir órganos y tejidos de cadáveres diseccionados; como inventor pionero de máquinas que sólo en los últimos 100 años se han hecho realidad y, finalmente, como ingeniero militar, por las máquinas e instrumentos de guerra que ideó.
A mi criterio, Leonardo fue, antes que nada, un investigador genial. Apelando a una famosa metáfora, un investigador es como un cazador que sale a buscar unicornios, pero en el camino siente el barrito de un elefante y va detrás del animal, luego, cuando está a punto de alcanzarlo, ve unos chillones monos capuchinos saltando de un árbol a otro y cambia una vez más de rumbo y así sucesivamente, sin parar. Con todo, deja a investigadores clarividentes ir detrás de canicas asesinas.
Leonardo experimentaba e innovaba hasta el cansancio en todos sus trabajos. De hecho, no pudo realizar casi ninguna de las numerosas y pioneras máquinas que ideó y diseñó; las presentaba ante sus mecenas y éstos, para su decepción, le pedían pintar un retrato de sus familiares. En verdad, muchas de sus máquinas no hubiesen funcionado, a pesar de ser conceptualmente correctas. La razón es simple: a Leonardo le sobraba genialidad, pero le faltaba la energía, aquella energía que sólo siglos más tarde con las máquinas de vapor y la electricidad hizo posible el desarrollo industrial de sus intuiciones. Un ejemplo es la máquina de volar, concebida con claridad, pero que entonces no podía funcionar por las razones anotadas.
¿Qué mejor manera de celebrar al genial investigador renacentista que trayendo a Bolivia la exposición itinerante “Las máquinas de Leonardo Da Vinci”, por iniciativa de la Embajada de Italia, en homenaje al Día internacional de la investigación italiana en el mundo?
Francesco Zaratti es físico.
Twitter: @fzaratti