Cuidadoras silenciosas y la paciencia infinita en Salud Mental

28 de Febrero, 2024
Por: Karem Mendoza Gutiérrez
En Bolivia, 4,5 millones de personas necesitan cuidado. Son niños y niñas, adolescentes, adultos mayores, personas enfermas y con discapacidad. Cerca de tres millones de ellos viven en hogares pobres y vulnerables.

Cientos de grietas tapizan su rostro y sus manos. Sofía está lúcida pese a la avanzada edad que le regalan sus canas. Sin pena, en el jardín que hace de antesala a los consultorios de Salud Mental, me cuenta sus pesares y recuerda cómo Karina, su hija de 30 años, empezó a tener alucinaciones y episodios de ansiedad que le impidieron continuar trabajando.

Hay una complicidad particular entre Sofía y Karina debido a que hace un año conviven y comparten más horas juntas en su tierra, Huarina. La joven pasó de ser independiente a depender completamente de su madre. Cada mes, viajan a La Paz para las citas médicas con la psiquiatra y, aunque el relato se fija en Karina, la mirada cansada de Sofía llama mi atención al igual que su tristeza y el esfuerzo que hace para cuidar a su hija.

Sofía no es la única madre que lleva de la mano a su descendiente. Durante más de un año, pude ver a otras mujeres ocuparse de la salud de sus enfermos. En esas idas al Área de Salud Mental en el Hospital de Clínicas de La Paz, conversé espontáneamente con una anciana que llegó de El Alto. Ella tenía internado a su hijo y en más de una ocasión había tenido que lidiar con la psicosis, los golpes de “locura” y los golpes de dolor como el que te produce un palo que impacta contra tu cabeza.

—Casi muero, cuando me golpeó salí corriendo a pedir ayuda. Mis otros hijos no quieren saber nada ni hacerse cargo. Me quedé sola con él y ahora yo también recibo tratamiento psiquiátrico —contó con profunda melancolía.

La paciencia de estas mujeres parece infinita y el trabajo que implica cuidar a un enfermo mental desborda en su energía cada que me hablan del tema en ese jardín con pájaros trinando.

—Max. Max me está mirando, Max está allá. Max. M de muerte, A de asesinato y X que son dos cuchillos para matar.

El adolescente de 13 años no para de tener alucinaciones frente a quienes esperábamos entrar al consultorio. Su madre solo lo calma y le sugiere que cuando estén frente al psicólogo hable sobre “Max”. De nuevo la atención se centra en el niño, en su enfermedad, en lo que le aqueja y en sus necesidades, pero me pregunto ¿Qué historias y vidas dejaron atrás estas mujeres-madres al convertirse en cuidadoras sin remuneración?

 

El pilar de la vida de otros

Pilar pasó el medio siglo. Su piel clara resplandece con el sol que cubre su sitio favorito: un asiento de plaza con algunas piezas faltantes, colocado en el jardín que comparten el Área de Salud Mental y el Área de Dermatología. El fondo de su cuerpo voluminoso es una enredadera que forma una pared que cobija una gruta para una virgen ausente. Habla fuerte y a lo lejos distingo su voz. Escucharla es un alivio porque en estos 16 meses se ha convertido en un rostro amigo y familiar con quien podemos hablar de todo en nuestras largas horas de espera.

Siempre usa la misma vestimenta: Un buzo lila y amplio que cubre sus robustas piernas, un canguro plomo desgastado y agujereado y un gorro que esconde sus canas. Su bastón se pierde en la escena, pero cuando se levanta sostiene su estructura que balancea sin parar.

Tiene una cojera producto de un cáncer que logró superar, es diabética y también enfrenta la depresión y un trastorno obsesivo compulsivo. 

—Me empecé a lavar constantemente las manos cuando tomé conciencia de que me violaron a mis cuatro años y también porque sufría el rechazo de mi padre.

Pilar enfrentó esa herida provocada por el abuso con su carácter firme, con su estilo varonil y con el trabajo “diseñado para hombres”. Es la mayor de cuatro hermanos y debido a la enfermedad y vejez de sus padres se convirtió en el soporte económico de su hogar. Dejó de estudiar, trabajó en una pizzeria, vendiendo sándwiches, en una empresa de envíos y sacó profesionales a sus hermanos.

—Cuando me enfermé todos me dejaron porque no soportaban mi carácter, me altero de la nada. Por eso vivo sola y a veces no tengo para comer. Mi hija no me deja ver a mis nietos y me condicionó: ‘cuando estés mejor, podrás verlos’ y por eso quiero recuperarme porque los extraño mucho.

Habla en tono de enojo, no entiende por qué si ella entregó su vida para cuidar a su hija y a sus hermanos, ahora nadie hace un intento por entender su enfermedad. La charla se interrumpe porque es mi turno de ser atendida. Me levanto y Pilar me desea suerte: “Todo va a salir muy bien”.

Fotografía Nro

24 horas de paro

Nilder tiene esquizofrenia y toma 12 pastillas al día. En cada cita médica, recibe un arsenal de tabletas que le durarán dos meses. Dejar el tratamiento implicaría un retroceso o más bien una catástrofe para su condición. No conozco su rostro ni sé cómo está vestido. Su madre Virginia me dice que alguien “le está haciendo pasear” porque de lo contrario estaría aburrido y “carajeando” a todos durante la espera por atención.

Los más de 30 pacientes también estamos desganados como plantas secas al sol entre la hierba fresca del jardín que hace de antesala a los consultorios. Es lunes 2 de octubre. Por ahora, solo mascullamos algunas maldiciones porque nadie responde si el encargado de Estadística aparecerá para atendernos como habitualmente lo hace desde las siete de la mañana.

A las 08:30 una mala noticia empaña el día. —Hay paro, no habrá atención —dice alguien y el aviso se expande como maleza y nosotros que somos las plantas secas terminamos de morir en el jardín. El miedo se apodera de la familia de Nilder. Los rostros tristes, de enojo y resignación también forman parte de la dramática escena que representa no ser atendido o perder tu programación de hace un mes.

Son las 18:00 del 1 de octubre, en Apolo. Virginia aborda un bus hacia La Paz. Con ella viajan su hijo y su esposo. No tienen maletas, pero el folder con los documentos médicos de Nilder, su primogénito, es indispensable. Es un viaje exprés y el objetivo es llegar temprano a la cita con el psiquiatra en el Hospital de Clínicas. 

Pasaron 12 horas y la familia apoleña recorrió 413 kilómetros. Lograron estar entre los primeros 10 de la fila en la Unidad de Salud Mental. Sin embargo, desde que llegaron no hay personal y la ventanilla, con aspecto de claustro y que también hace de farmacia, está cerrada.

—Por si acaso no hay atención ni farmacia ni psiquiatría ni psicología. 

—¿Cuándo va a haber? 

—Van a reprogramar. 

—¿Pero a qué hora nos van a reprogramar? 

—Van a salir.

—¡Que nos reprogramen de una vez!

—Señor, yo soy doctora de farmacia. 

—Pero no nos escuchan.

El paro médico contra la designación del director del Servicio Departamental de Salud (Sedes) es por fin tangible entre los pacientes-impacientes. Nadie sabe a quién reclamar. Unos mantienen la esperanza de ser atendidos y otros prefieren esperar que un interno anote las reprogramaciones. Los casos son diversos. Los pacientes incluso se enemistan entre sí por sus dispares puntos de vista. Pese al anuncio, la fila inicial al lado de Estadística se mantiene intacta.

—Es difícil traer, no es manejar no más. Esquizofrenia tiene pues. Le está haciendo pasear porque va a llegar y se va aburrir —se lamenta Virginia en voz alta y dos mujeres le responden.

—Eso es terrible, mi hijo también tiene esquizofrenia y es terrible.

—No pues y que venga en vano. A esos debían dar más preferencia. Nosotros podemos aguantar hasta el día siguiente —se compadece la tercera mujer que es oriunda de La Paz.

El paro en la puerta del Sedes. Foto: Sirmes

Cuando un paciente mental deja la medicación se corre muchos riesgos, más en casos de enfermedades graves o que requieren riguroso control. —¿Qué ocurre si el paciente deja la medicina por dos semanas o un mes? —le pregunto al psiquiatra Rudy López—. —Los efectos de las pastillas que controlan la esquizofrenia se pierden aproximadamente a los cuatro días de dejar de tomarlas y comienza el proceso de desequilibrio y regresión de los síntomas —me responde mientras espera la llegada de su paciente en el Instituto Ser Libre. El dato más alarmante vendría después: —La medicación debe ser controlada ya que un abuso o corte brusco de las pastillas pueden producir diabetes porque algunos medicamentos antipsicóticos producen síndrome metabólico que es la subida de grasas y del azúcar en el cuerpo.

Las razones de la aflicción de Virginia tienen más sentido para mí que lucho contra la ansiedad y la depresión desde el año 2020 a causa de un hecho traumático. Mi cuadro es más esperanzador porque estoy en pleno proceso de alta médica. Incluso en caso de requerir medicación urgente puedo adquirirla en la farmacia sin necesidad de receta.

La mujer de más de 40 años no es la única que llama mi atención. Como ella hay otros padres y, en su mayoría, madres que realizan el trabajo de cuidado no remunerado y no reconocido. Asistir a la cita médica es sinónimo de media jornada laboral perdida. Un gran porcentaje de las familias es cuentapropista y vive de la venta de productos durante el día.

Virginia hizo un viaje de 12 horas y otros pacientes un recorrido de seis, cuatro y tres horas. Hay gente de Huarina, Patacamaya, Yungas y hasta de la frontera con Chile. Los viajes que hicieron representan un gasto y tiempo. —De provincia venimos, de la frontera con Chile. -Con enfermo venimos pues, no venimos así nosotros. Podemos volvernos, pero no tenemos casa aquí —refunfuña un señor de la fila.

La protesta como única opción

En medio del escenario desolador, una mujer canosa, delgada y con falda larga de color café empatiza con los enfermos mentales y con las madres que llegaron de provincias. Intenta iniciar una protesta y luego se enfoca en conseguir contactos de la televisión o de la radio. Aunque veo su desesperación no me animo a decirle que soy periodista, sin embargo, doña Sofía, de Huarina, con quien coincidí en otras citas médicas me delata y le dice a la mujer avejentada que soy periodista.

—Le puedo dar un par de contactos, pero yo cubría Política y no tengo colegas que sean del área de Sociedad. Quizás sirvan estos números…

Las teclas de su celular suenan mientras introduce los números de un periodista de televisión; luego de explicarle la situación, éste le pasa otro contacto de Juan. que estaría realizando cobertura a la protesta de los médicos en el Hospital de Clínicas ubicado en la avenida Saavedra. —Yo podría ser una buena periodista —me dice luego de terminar la conversación. Solo me rio porque lo interpreto como una indirecta de por qué no lo hice siendo periodista, es decir hacer lo que ella hizo: llamar a esos contactos y quejarme. Sigo sin decir nada y remata: —¿Es el cuarto poder no? —solo respondo que todo depende. Me retiro de su lado para no polemizar.

Una hora más tarde —como pensé que ocurriría— las llamadas no habían tenido efecto. Nadie vino, creo que nuestra situación no era noticia.

Otro mes de espera

A las 09:30 el médico residente confirma las reprogramaciones y da esperanza —que luego arrebata— de repartir medicación a quienes la necesiten.

—Ha habido el inconveniente, precisamente, que se ha mencionado que en el Sedes hay paro de atención. Entonces vamos a reprogramarlos y las personas que no tengan medicación ahora se formen en una fila. Según la reprogramación, vamos a regalarles medicamentos porque no puedo darles porque no hay la historia clínica. Los doctores están con toda la predisposición de ayudarlos con los medicamentos y les vamos a dar para unos cuantos días.

El descontento creció. Hubo filas según el nombre del psiquiatra y no se repartió las pastillas. En mi caso como el de otros cinco fue peor, me advirtieron que mi médico estaba de vacaciones y que podría atenderme dentro de un mes. La solución fue cambiar de psiquiatra en otro horario, aunque antes tuve que batallar con el interno. 

Los paros son una costumbre en La Paz. La mala atención también lo es. Un mes más tarde, me volví a topar con una situación similar: —Señora, tienes que morirte para que te atiendan —le dijo un hombre a una paciente que estaba con los dos brazos fracturados y a quien le pidieron regresar a su centro médico, que estaba a 12 horas, para traer una orden de transferencia.

Fotografía Nro

El éxodo de los desprotegidos

Los días en el Área de Salud Mental transcurren sin novedad. Es habitual ver mujeres cuidando a sus hijos, trajinando con papeleos, con comida para paliar el hambre en las horas de espera, haciendo viajes largos y agotadores a merced de los cuidados de los suyos, pero relegando un poco de ellas y olvidando sus anhelos.

—No pensé que llegaría a este extremo, pero la venta de sandwiches no resultó. Ayer vi este tarro y decidí salir a pedir dinero. Estoy en la esquina del Banco de Crédito al frente de la Alcaldía.

Pilar decidió mendigar. La semana previa a Navidad la vi, con la ropa de siempre y con un barbijo cubriendo su cara, en la esquina de Las Torres Mall. Cuando me reconoció, se avergonzó y escondió su envase de vidrio. La saludé de paso para no incomodarla, luego me arrepentí y volví a darle un abrazo para desearle que tenga unas felices fiestas, aunque suena irónico en una situación como esa.

Ella estudiaba Ciencias Políticas, pero tuvo que dejar su carrera para mantenerse. Sé que aún está distanciada de sus hermanas y de su hija. Y pese a que lo niegue, sus ojos gritan un poco de cariño y de cuidado, que ella entregó a su familia, ahora que está por cumplir 60.

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Daño colateral

Las gotas de lluvia caen con suavidad sobre el asfalto y sobre los letreros de papel sábana, pegados en la puerta principal del Hospital de Clínicas, con la inscripción: “Paro de 24 horas viernes 2 de febrero 2024”. Mientras cruzo el portón con rejas, distingo algunas arengas: —No a la masacre blanca, compañeros —dice uno de los protestantes y todos responden al unísono: ¡Noooo!

—Hoy estamos dolidos, humillados. Hemos dado todo por Bolivia, hemos hecho lo más que podemos por la salud y nos pagan así. Lamentablemente nos han obligado a estar en paro, a hacer emergencias, a sólo ver al paciente crítico por hoy día. Es una decisión que escapa a nuestra responsabilidad —se justifica el secretario general del Sindicato de Ramas Médicas de la Salud Pública (Sirmes-La Paz), Fernando Romero, mientras pone sus manos en señal de ruego y disculpas para la población.

Esta vez, el paro de 24 horas se desarrolla en contra de la jubilación forzosa desde los 65 años para el personal médico del sistema público. Los movilizados argumentan que el Proyecto de Ley 395 no fue consensuado con las bases.

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Paro en el Hospital de Clínicas, 2 de febrero. Foto: Karem Mendoza

El grupo de protestantes es reducido, no más de 100 personas cortan el paso de la avenida Saavedra en La Paz. Aunque la protesta es pequeña, el daño es mayor para quienes madrugaron por atención y para aquellos que contaban con programación de hace un mes o más. Mi visita al hospital no es casual. Pilar tenía cita con el psiquiatra y yo iba a aprovechar su tiempo de espera para charlar con ella.

—Fui a las siete de la mañana y como hay paro nos han botado a las 09:30, pero con la reprogramación. Me han dado medicamentos para esta semana y me fui porque me mojé con la lluvia. Hemos protestado porque al principio no había quien nos entregará la ficha reconsulta —me cuenta apenada porque no pudimos saludarnos y porque volverá a madrugar el 9 de febrero.

Fotografía Nro

Pilar no es la única perjudicada. El jardín del Área de Salud Mental está vacío, no hay médicos recorriendo los pasillos, no hay voces de los pacientes-impacientes que llenen el lugar y hasta los pajarillos se ausentaron a dar su canto diurno. ¿Será que, Nilder-Virginia, Karina-Sofía y todos los que se trasladan, cada dos semanas o cada mes, desde provincia, tuvieron que enfrentar este nuevo paro? Espero que no hayan recorrido cientos de kilómetros en vano y deseo que el trabajo de cuidar a un hijo/hija enferma sea compartido y se haga más ligero.

Fotografía Nro
Patio en el Hospital de Clínicas donde los familiares con los pacientes esperan atención. Foto: Karem Mendoza
/KMG/NVG/


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